martes, 1 de septiembre de 2009

El minuto de Pablo Fortunato: La era de los monstruos


Una pelota de fútbol, una de básquet, una de tenis, una de golf, unas antiparras, unas zapatillas de velocidad. Mejor jugador de la última temporada, oro olímpico en Beijing 2008, número 1 indiscutido del ranking ATP, rey reconocido del deporte de los palos, monstruo de las aguas que bate récords –con múltiples primeros puestos en los Juegos Olímpicos del año pásado- y un avión del atletismo, que también la descoció en China.

Esta realidad de figuras extraordinarias, ubicadas en la cima de sus respectivos deportes, asombra día a día a los espectadores, a la vez que los medios de comunicación y los centenares de premios que existen inflan la imagen de estos atletas y los convierten en una especie de semidioses que la gente asume como invencibles, y los obligan a superarse constantemente hasta un punto inalcanzable para un ser humano, por lo que tarde o temprano los terminarán hundiendo en la humillación pública, como pasó con Diego Maradona en su momento.

Lionel Messi. Delantero del Barcelona español y de la selección argentina de fútbol. Sus gambetas, animadas por las publicidades de indumentaria y demás, crean una especie de magia que, junto a su explosión y velocidad, lo hacen un jugador diferente. Pero Aquiles tiene su talón: su cuerpo no resiste el ritmo de juego que demuestra, y las lesiones aparecen.

Kobe Bryant. Escolta de Los Angeles Lakers y de la selección de básquet de Estados Unidos. Anota dobles, triples, realiza jugadas impensadas, y encima defiende bien. Se acerca bastante a la categoría de Dios, pero para convertirse en ese ente debería de estar por encima de todo, y sin embargo tiene sus pasiones: la película Star Wars y el FC Barcelona. Adorar es humano.

Roger Federer. Tenista suizo número 1 del ranking ATP. Más de 50 millones de dólares sólo en premios, ganó los cuatro Grand Slam, 61 títulos, siempre correcto y caballero. ¿Será éste nuestro deportista “perfecto”? No. El año pasado perdió el lugar en la cima del tenis mundial, que recuperó tras ganar Wimbledon 2009, pero se valió de la lesión que impidió varias participaciones del español Rafael Nadal en torneos en los que defendía puntos.

Tiger Woods. Sus 14 majors –sólo lo supera Jack Nickaus con 18- respaldan su posición como uno de los golfistas más importantes de la historia. Sus golpes son realmente certeros, pero nunca infalibles. Se demuestra con el último PGA Championship, en el que el coreano Yang lo venció y un corredor irlandés se fue a la quiebra porque, seguro del éxito del norteamericano en ese torneo, había apostado millonarias sumas de dinero.

Michael Phelps. Nadador estadounidense que consiguió ocho medallas doradas en los Juegos de 2008. Deportista, saludable, millonario, gran físico, nada que criticarle, una vida impecable. Al menos hasta que los curiosos irrumpieron en su privacidad. Rápidamente trascendieron los rumores sobre su vinculación con las drogas. Si lo hace, es su problema, a nadie debe importarle lo que hace en su ámbito privado siempre que no afecte a terceros. A partir de ésto es cuando la gente se llena la boca y se mancha su nombre.

Por último, Usain Bolt. Velocista jamaiquino campeón mundial y olímpico. No para de superar a sus rivales y a si mismo, y la gente y las empresas lo buscan cada vez más. Es un fenómeno que está en constante ascenso. Sin embargo, por más logros que alcance, este hombre tiene padres, Jennifer y Wellesley Bolt, y son humanos. De dos manzanas no sale una mandarina.

Lejos de negativisar la figura de estos excelentes deportistas, verdaderos monstruos de sus respectivas disciplinas en la actualidad, el fin de esta nota es deshacer esa imagen “divina” que a veces se crea con la repercusión mediática de estos deportistas, y que mucha gente asume como verdadera. Así es, ellos también son humanos.


Por Pablo Fortunato

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